LAS PORQUERÍAS QUE LOS
ESPAÑOLES TRAJERON A AMÉRICA
(Crónica sobre
hedores y vahos pestilentes que disminuyeron a los aborígenes)
Por Reinaldo
Spitaletta
https://spitaletta.wordpress.com/
Cuando iba en el
automóvil del señor que me transporta, que tiene nombre de poeta modernista (el
conductor, no el carro), vi cómo desde una motocicleta el parrillero lanzaba a
la calle un vaso desechable y una servilleta. “Vea, qué cochino es ese tipo”,
le dije. “Sí, es un indio”, añadió el del volante. Y aquí empieza la historia
que quiero contar sobre la suciedad, la higiene y, más que todo, de cómo los
indios de América (no los de la India) perecieron muchos de ellos por los vahos
apestosos que desprendían los “descubridores” e invasores de la Europa del
siglo XVI y de después, y no tanto por el uso de las armas.
“No, señor. Los indios
eran y son muy higiénicos. Nosotros heredamos de ellos el baño diario. Los
españoles no se bañaban”. El hombre se quedó un tanto desconcertado. Y le dije,
no sé por qué, puesto que había otras maneras más simples de explicación, que
algunos cronistas de Indias advertían en sus relatos acerca de las costumbres
de limpieza diaria, de baño cotidiano, en los ríos y quebradas, de los nativos.
Sana costumbre que abarcaba desde México hasta la Patagonia.
Y agregué, un poco en
broma, que cuando los españoles comandados por Hernán Cortés arribaron a
México, hubo indígenas que, al recibirlos, al tener contacto con ellos,
quemaban plantas medicinales y aromáticas como una suerte de sahumerio purificador,
no solo porque a lo mejor pensaban en conjuros y posibilidades de destruir
hechizos (los indios eran muy previsivos, todo lo que les parecía enfermedad y
pestilencia lo trataban como si se refiriera al mundo de los hechizos)
procedentes de tierras desconocidas, sino por el apestoso hedor de los
visitantes. Así lo narra Bernal Díaz del Castillo, agregué, tal vez de modo
mecánico.
Después, cuando ya había
quedado atrás el señor conductor (tal vez había seguido su marcha pensando en
suciedades europeas y limpiezas indígenas), el profesor Memo Ánjel, con el que
no sé por qué tocamos el tema de los tipos que van por la calle, o a pie, o en
carro, o en motocicleta, arrojando desperdicios al asfalto, recordó un ensayo
de Baldomero Sanín Cano, titulado El descubrimiento de América y la
higiene, al cual quiero hacer algunas glosas, a propósito de los guarros
que por estas tierras desembarcaron hace más de quinientos años y produjeron,
más que con sus espadas y otras agresiones, un despoblamiento de nativos por
sus asquerosas maneras de vivir sin baño y las nuevas pestes que a estas
tierras exóticas trajeron desde remotos reinos.
Si bien, hoy, un sartal
de investigadores europeos han dedicado su cacumen y tiempo a historiar la
higiene, lo limpio y lo sucio, las letrinas y los hedores, los perfumes y lo
que ocultan, es necesario advertir que pese a tantos adelantos, a los
descubrimientos científicos, las vacunas, la jabonería de tocador y mil vainas
de buen olor más, los europeos (sin generalizar, claro) en su cultura no tienen
el baño diario como una de sus prioridades. A veces, cuando uno se acerca a
alguno de ellos, se siente la sobaquina (o grajo que decimos en Antioquia) y
olores agrios, mejor dicho, como los que sintió un personaje de la novela Zazie
en el metro, de Raymond Queneau, cuando en una estación parisina espera a
su inquietísima sobrina.
Pero no nos desviemos. Se
hablará, más que todo, según lo enunciado, del brillante ensayo del escritor de
Rionegro, traductor, crítico literario, y uno de los más destacados cultores
del género inventado por Michel de Montaigne (que seguro poco se bañaba), sí,
don Baldomero, autor de El humanismo y el progreso del hombre.
El escrito de Sanín se
inicia con un panorama sobre la crueldad, la que poetas e historiadores de toda
laya atribuyen como un factor de despoblamiento de las culturas autóctonas
americanas invadidas y saqueadas por los europeos y establece, como hipótesis,
“que la crueldad tuvo poco que ver en esta obra de exterminio”, si bien no se
puede eximir de tal ejercicio a conquistadores, virreyes y otros extranjeros
del cargo de sevicia
ejercida contra los aborígenes. Con una salvedad (que puede no serlo):
más que un acto de barbarie personal, o grupal, fue un asunto de los tiempos,
cuando la crueldad era inherente a las maneras de ejercer el poder. Algo así
como si la depredación fuera parte de su “humanitarismo” civilizador.
En cualquier caso, la población de América en los
días del llamado Descubrimiento era de más de veinte millones (ah, y no
de almas, porque hay que recordar que, según la cosmovisión españoleta, los
indios carecían de tal propiedad o entidad inmaterial), con cifras que, según
el ensayista, de más o de menos, eran suficientes para que en menos de dos
generaciones “el contingente blanco peninsular” fuera absorbido por los más
numerosos lugareños. Y más adelante, al citar a un etnógrafo, que las
civilizaciones de estas tierras fértiles (ubérrimas, dirá el poeta de Azul y Cantos
de amor y de esperanza) preferían lo bello a lo útil, por lo que hacían más
uso de la plata y el oro que del hierro, que ni lo conocían. Y entonces ¿a qué
se debió el vertiginoso despoblamiento americano?
Algunos sacerdotes
españoles, como Francisco García Figueroa, advertían que la evangelización de
los nativos se veía perjudicada porque cada vez eran menos, debido a enfermizos
“efluvios” y mortandades lastimosas, por la presencia de los españoles “cuyo
vaho parece les infunde pestes…”. Y en este punto, los interrogantes abundan: a
qué vaho se refieren los evangelizadores, de qué se trata ese hálito nada
vital, y entonces se van aclarando los paisajes. Y la mortandad.
Y entonces el ensayista
se pregunta de dónde
demonios procedía ese vaho letal, mefítico, con el que se desbarajustó la
población amerindia. Los americanos del siglo XVI, advierte Sanín, eran
un pueblo sano, pulcro y débil, “en tanto que las ciudades europeas de la misma
época eran un conglomerado
infecto en que la higiene no era conocida y en que la suciedad y los parásitos
dominaban señorialmente”, sobre todo porque en Europa, cuna de
inteligencias y tantas filosofías y ciencias, nadie se bañaba. Y se cree
que, por ejemplo, Felipe
II de España y el papa Alejandro VI (también de España y miembro de la familia
Borgia) murieron por enfermedades causadas por el desaseo.
Y ni qué decir, más
adelante, en el los comienzos del siglo XVII, el celebérrimo y absolutista Rey Sol, el que inventó los
zapatos de tacón alto y mandó a construir el fastuoso palacio de Versalles,
jamás sintió el agua sobre su cuerpo. Así que bien pudiera parodiarse su
frase cumbre (“El Estado soy yo”) por “el estado de cochinada soy yo”. Pero
sigamos con los que por estas tierras de las Américas estuvieron con sus malos
humores.
Los indios, que según
tantos testimonios eran gentes sanas y pulcras y limpias, sufren el tormento de
las hediondeces de españoles (bueno, también llegaron portugueses, alemanes
como Alfinger y Federmann, en fin), se disminuyeron a su tercera parte por tanta contaminación de
procedencia europea. El ensayista, apoyado en otros investigadores, va
documentando su hipótesis. Por ejemplo, al citar a López de Gómara (autor
de Historia General de las Indias) sobre los indios del Darién dice que se lavaban dos o
tres veces al día, para no oler a “sobaquina”.
“La mala ventura de las
tribus americanas quiso que Colón hubiera descubierto aquellas tierras en el
momento en que el viejo mundo se estaba convirtiendo en una pocilga”, dice el
ensayista. El agua para
muchos de los habitantes de la Europa de entonces (después también) era como un
asunto diabólico, un líquido infernal. Para aquellas gentes, los piojos
y otras plagas se metían en sus cuerpos. Ninguna inclinación hacia la limpieza
se conoció en aquellas calendas de fetideces que, según la cultura, a lo mejor
les olía muy sabroso.
A América, o como se
llamara antes de que sus “fragantes” invasores llegaran desde lueñes latitudes,
la violaron con pestes y
porquerías a granel. La inmundicia que arribó de más allá del mar, destruyó a
una buena cantidad de habitantes nativos limpios y que acostumbraban a bañarse
hasta dos y tres veces al día. ¡Ah!, y podríamos ensayar una moraleja:
los que a la calle arrojan basuras, como el parrillero del comienzo, son parte
de una inconsciencia pública, de una mentalidad atrasada y puerca, derivada, quizá, de aquellos
sujetos de mucha ropa encima que llegaron con la cruz y con la espada, y con
sus suciedades asesinas, a contaminar la tierra que pudo ser el paraíso
terrenal.
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